Así como el antiguo Teatro Colón tenía sus fantasmas, otra tradicional sala porteña se ufana de las “presencias” que se advierte entre sus paredes. Se trata del Maipo —en Esmeralda 517, casi Corrientes—, el antiguo santuario porteño del teatro de revistas y las esculturales vedettes. “Este teatro tiene muy buenos fantasmas”, contó en una entrevista con Diario Popular la actriz Norma Aleandro. “Tiene dos en realidad: uno, pobre, se ahorcó, y el otro murió quemado en un camarín”.
Este último se llamaba Ambrosio Radrizzani. Había sido actor, bailarín y autor del tango “El llorón” junto a su cuñado, el compositor y director de orquesta Juan “Pacho” Maglio. Pero quizás su mejor papel en el Maipo, donde siempre interpretaba roles de reparto, no sería en vida, sino después de ella. Radrizzani tuvo el honor, si cabe esta afirmación, de ser el primer fantasma de la sala.
El 6 de septiembre de 1943 se representaba en el Maipo la revista Apaga luz, mariposa, apaga luz, encabezada por Alberto Anchart y la chilena Elsa del Campillo. Formaban parte del elenco, entre otros, Dringue Farías, Pablo Palitos, Olinda Bozán y la cantante cubana Rita Montaner. Dos minutos antes de terminar la función, mientras los protagonistas estaban en escena, se cayó un tacho de iluminación, que produjo el estallido de la lámpara que contenía. El chispazo inicial se propagó a las telas del decorado. El elenco corrió rápidamente para ponerse a salvo de las llamas mientras Anchart se dedicaba a tranquilizar al público. A la vez, iba cayendo el telón metálico, aislando del fuego a la sala. Por suerte, al ser un día hábil, la concurrencia al teatro no había sido muy numerosa, y enseguida se pudo desalojar la platea.
Sin embargo, la velocidad con la que se expandía el fuego sobre el escenario, devorando la escenografía, hizo que dos maquinistas de parrilla, Graciano Verger y Pedro Ariente, no alcanzaran a bajar de sus puestos y murieran calcinados. La misma suerte corrió Radrizzani, que se encontraba cambiando sus ropas en el tercer piso de camarines, justo del lado del incendio. La actriz Mecha Ortiz, que actuaba en el Politeama, en Corrientes y Paraná, con la pieza El hombre que yo quiera, ofreció una función a beneficio de las familias de los fallecidos en el incendio. Luego de poco más de un mes y medio, el 29 de octubre, reabriría el Maipo con el estreno de Pucha, que son lindas las noches oscuras y la reposición de Volvieron las oscuras golondrinas. Y el fantasma de Radrizzani siguió entonces en el Maipo. Se dice que cuando aparecía, se apagaban solas las luces de los pasillos.
“Yo le tengo cariño”, contó la Aleandro. “Como siempre soy la primera en llegar, pongo música… Siento que por los camarines no estoy sola”. ¿Pero la actriz no mencionó dos fantasmas del Maipo en la entrevista? Efectivamente, no hay uno solo, sino que se siente la presencia de otra persona en la sala. Y se trata, según dicen, del chileno Luis Efraín Cáceres, un hombre muy trabajador que, a falta de amistades o familia en Buenos Aires, pasaba casi todo el día en el teatro, como encargado de la Sala de Maquinistas, y muy poco en la pensión donde alquilaba un modesto cuarto. Un día de 1985, Don Luis fue a hacerse un chequeo. No se sentía muy bien, pero no podía explicar qué era. Volvió al teatro algo consternado y deslizó ante un compañero que no había tenido buenas noticias de parte del médico. Durante los siguientes quince días nadie notó ningún cambio en su estado de ánimo. Don Luis siguió llegando temprano, realizando sus tareas con la misma obsesión de siempre. Pero el 4 de mayo de 1985 cambió la rutina: agregó una elegante corbata a su ambo habitual. Subió al primer piso, saludó al personal de administración, se fue al escenario, dejó todo a punto para una nueva función de La mujer del año, con Susana Giménez, y a las seis de la tarde tomó una cuerda, armó un nudo como solo él sabía hacerlo, y con esa misma soga se colgó de una viga de hierro en los techos de su querido teatro Maipo. Fue la manera que eligió Cáceres de esquivar el doloroso destino que un cáncer terminal le tenía reservado para un futuro no muy lejano. “Pensamos que Cáceres es el que más visita el escenario”, continúa Aleandro. “Nosotros lo hemos podido comprobar; hay funciones a las que viene. Y son las que mejor salen. No lo he visto nunca, pero oírlo caminar sí, de un lado para otro y, por ejemplo, en ciertas escenas de Master Class, él aparecía al comienzo de la obra. La puerta del centro a foro era por la que yo salía, había siempre un maquinista que la abría al ponerse la luz del escenario, y empezaba a caminar Cáceres. El muchacho se moría de miedo, pero lo llegué a convencer de que Cáceres ya venía hacía tiempo; que no tuviera miedo, que no pasaba nada malo”.
La misma recomendación le hacía la artista a la cantante y actriz Lucila Gandolfo, que integró el elenco de Master Class. “Si alguna vez nos inquietábamos, Norma nos decía que era amigo, que no había que temerle”, contó Gandolfo. “En más de una ocasión hubo ruidos extraños en el escenario que no provenían de nada conocido ni explicable, como que vibraba una barra de luces, o como si alguien golpeara con algo metálico. Y sin embargo, no había nadie en la parrilla, una zona inaccesible durante el transcurso de la función”, acota la actriz. El músico Santiago Rosso, que trabajó en la segunda temporada de la misma obra en el Maipo, me confió: “A los nuevos en la sala les advierten sobre Cáceres. Nadie duda de su existencia y todos hablan de él como un personaje conocido aunque con muchísimo respeto y algunos con un poco de miedo”. Inclusive, lo esperan: “Una noche normal, sin tormenta ni viento, me sentí molesto durante el primer acto por un insistente ruido que provenía de las alturas de la parrilla. Desconocía el origen y la causa. Un ruido seco, como si fueran golpes... En el entreacto, cuando bajé a los camarines, me crucé con Norma, exultante de alegría. Estaba feliz de que finalmente Cáceres se había manifestado y eso era un buen augurio. ‘Me estaba preocupando’ —dijo Norma—. Ya llevamos muchas funciones y no aparecía. Pensé que estaba enojado conmigo’”.
Marcelo Gómez, el tenor de la obra, también fue testigo de algo fuera de lo común: en sus primeros días en el teatro, durante las pausas en los ensayos, aprovechaba para ir a fumar tranquilamente a una terraza ubicada cerca del piso de los técnicos, a la altura de la parrilla de luces del escenario. En una oportunidad, de regreso de su rutina, le contó a un empleado de la sala que se había encontrado en la terraza a un técnico que no conocía, pero que de todos modos había saludado. La cara de su interlocutor fue más que elocuente, dándole a entender que no debía volver a ese lugar al que nadie se atrevía a ir. Luego entendería el porqué: esa terraza está a metros del lugar donde se ahorcó Cáceres. Incluso Lino Patalano, actual propietario del Maipo, jura que es el chileno Cáceres el que domina el ascensor de la sala de tanto en tanto. Él dice que los fantasmas de su teatro no son malignos y que, al contrario, traen suerte en las funciones. A pesar de los testimonios, no queda claro por qué los actores y el personal del teatro identifican al fantasma de Radrizzani con las luces que se prenden y apagan solas o al de Cáceres con los diferentes sonidos sobre el escenario. ¿Y si quizás Ariente y Verger, los pobres maquinistas que perecieron calcinados, se manifiestan también a los trabajadores de la sala? Dos fantasmas, muy distintos, y sin embargo unidos por un amor muy grande al teatro que los cobijó. La muerte, para los artistas “que se van de gira”, después de todo, es cambiar el escenario y empezar la función en otro lado.
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